Yerbas Literarias- Un espacio para disfrutar

Los críticos critican lo que los hacedores hacen.Y, siempre,pero siempre, se quedan mirando al borde del camino.Será por eso que prefiero la palabra escrita a la palabra hablada. Sabe Dios cuántas veces un personaje dice o hace lo que su autor no puede. O cuántas veces más un verso, una palabra o una imagen resuelven tantas horas de fatigadas cavilaciones. De tal suerte, es desde este ser y de este hacer que salen las historias.Historias que te cuento, historias que me cuento, como cuando niños. Historias impresas en el cuero, en lo profundo del alma. De niña imaginaba que los escritores eran señores importantes pertenecientes al pasado. Todos ellos muertos, sabios y lejanos.Ya en la adolecencia el escritor pasó a ser para mí una especie de Robinson Crusoe iluminado. El artista era un ser raro, un elegido de las musas, que tocado por la varita mágica de la inspiración llegaba desde su soledad esclarecida hasta nosotros, simples mortales.Hoy se que todos tenemos una historia que contar y que escuchar. Una historia escrita en nuestros cuerpos, en nuestros días y en nuestras almas.Para toda boca hay una oreja y viceversa. Nuestras vidas se nutren de estas vidas de tinta que anidan en el papel. Sin ellas nuestro mundo se reduce a un vulgar inventario de objetos que se miran y se tocan. Y si la soledad y el silencio son la levadura necesaria para nuestras invenciones, es en el compartir en donde cobran verdadera existencia. Como Pinocho.Y aquí otra vez el cuento empieza

martes, 9 de diciembre de 2008

Habano con aroma a hombre

HABANO CON AROMA A HOMBRE Era una noche bochornosa. Ese verano se anunciaba tórrido para los pueblecitos del trópico. La tierra se partía de puro sol de la hora de la siesta. Los arbustos amarilleaban, en lugar del verde del verano. Bernarda se levantó del catre, secó una gota que bajaba por su sien. Se llevó el dedo a la lengua: era salada. De pequeña le había dicho que la luna era de sal y esta noche el espejo de sal embellecía los lirios de la niña Agustina. De pronto, tomó el atadito y saltando los cuerpos de los hombres se hizo a la carrera. La niña Agustina. Su amada niña. Bernarda tenía apenas trece años cuándo Agustina nació. Acababa de tener a Ramón, un negrito que le vivió apenas seis días, nadie sabe porqué. Fue por eso que la habían llevado a la casa de la hacienda para amamantar a la niña. En el balcón, el Señor Pedro había hecho poner la mecedora de caña con mosquitero, para que no pasaran tanto calor. Doña Inmaculada, la madre de Agustina, siempre estaba en su habitación. Apenas bajaba o hablaba con nadie. Tan enferma, la pobrecita. De esa primera vez quedó en la cabeza de Bernarda una imagen imborrable: Las voraces mejillitas tan, tan blancas, lechosas contra su seno renegrido, lustroso. Don Juliano apareció por vez primera el día que la niña estaba mala. El Doctor dictaminó que se trataba de un empacho y le puso un emplasto de hierbas y pidió examinar a la nodriza por el caso de que estuviese incubando alguna peste. Juliano palpó suavemente los pechos abundantes de Bernarda, que sólo podía esquivar su mirada sin saber lo que sentir. ElDoctor dijo que la negra estaba perfectamente sana, pero lo mismo, ese día, Don Pedro la hizo azotar por haber alimentado a la niña en exceso. Bernarda nunca supo si amó a ese Doctor Solterón, ya entrado en años o lo suyo era la sumisión heredada de generación en generación desde épocas ancestrales. Lo cierto es que Don Juliano comenzó a pagarle a Don Pedro para llevarla una vez a la semana al caserón que había compartido con su difunta madre. Ella nunca hablaba. El sí. Le contaba cosas de lugares extraños, ponía música en la fonola. Le mostraba libros con figuras muy coloridas. Al atardecer, prendía unos habanos que lo perfumaban todo a hombre. En su ropa blanca –la de ella- quedaban los girones de aquel aroma para cuando era devuelta puntualmente a la hacienda. Ella se había olvidado de cómo era llorar, entonces, en el camino de vuelta, fijaba la vista en el borde amarillo de juncos sintiendo algo parecido a la nada, la nada misma. El destino destinado a repetirse tercamente desde siempre o desde nunca. Pasaron los años. Agustina ya era una señorita al cuidado de su ama. Don Juliano, grande ya, decidió comprar a Bernarda. Pero no como esclava. Era un secreto a voces que él se había enamorado de la mujer. Fue por eso que Don Pedro rehusó venderla al Doctor, aunque Agustina se hincara rogándole a su padre por la libertad de Bernarda; la "Aristocracia del pueblo" desaprobaba por completo ese amor. Juntas se abrazaron y la niña capaz de renunciar por amor, lloró abundantemente las penas de Bernarda, que no sabía cómo hacerlo. Don Juliano, a su vez, apenas la noticia corrió recibió todo tipo de consejos y sermones de los miembros más destacados de la población, por el oprobio que significaba querer casar a una esclava. En las reuniones muchas damas de bien le eran presentadas para formar una familia al contento de Dios. Después de todo, ningún hombre de La Curia aceptaría bendecir esa unión en sagrado matrimonio. No hubo caso. Entonces, el Doctor fue paulatinamente hecho a un lado y silenciosamente hostigado y repudiado. Los miembros honorables se encargaron de traer de la ciudad al joven Doctor Armesto Buenayre, que pronto recibió la amplia aprobación y complacencia de los ricos del pueblo. Don Juliano, ya viejo y enfermo, emigró hacia el sur, hacia una tierra menos bendecida, más carente, pero también más solidaria con los desterrados. Era una noche bochornosa. Ese verano se anunciaba tórrido para los pueblecitos del trópico. La tierra se partía de puro sol de la hora de la siesta. . Bernarda se levantó del catre, secó una gota que bajaba por su sien. Agustina le había entregado en secreto un dinero y joyas para poder subsistir. Saltando los cuerpos dormidos de los guardias después de una larga noche de alcohol y abuso, corrió, corrió, corrió. Su travesía duro mucho tiempo… años, tal vez. Fue apresada y tuvo que escapar nuevamente. Fue despojada de sus pocas pertenencias. Hizo la mayor parte a pie. Se perdió, ya que eran pocos los dispuestos a ayudar a una negra en fuga. Finalmente llegó. Era de noche, una noche de calor asfixiante. Juliano, en su lecho, respiraba como si el aire fuese pasta de arena. Un rayo de luna iluminaba su perfil y lo volvía hermoso como los lirios de la niña Agustina. Ella se tendió silenciosa, como siempre, a su lado. El abrió por un segundo los ojos, le tomó la mano, entrelazó sus dedos. Después ella misma encendió un cigarro, uno de esos que impregnan todo con aroma de hombre. Queda hecho el depósito legal.

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