Yerbas Literarias- Un espacio para disfrutar

Los críticos critican lo que los hacedores hacen.Y, siempre,pero siempre, se quedan mirando al borde del camino.Será por eso que prefiero la palabra escrita a la palabra hablada. Sabe Dios cuántas veces un personaje dice o hace lo que su autor no puede. O cuántas veces más un verso, una palabra o una imagen resuelven tantas horas de fatigadas cavilaciones. De tal suerte, es desde este ser y de este hacer que salen las historias.Historias que te cuento, historias que me cuento, como cuando niños. Historias impresas en el cuero, en lo profundo del alma. De niña imaginaba que los escritores eran señores importantes pertenecientes al pasado. Todos ellos muertos, sabios y lejanos.Ya en la adolecencia el escritor pasó a ser para mí una especie de Robinson Crusoe iluminado. El artista era un ser raro, un elegido de las musas, que tocado por la varita mágica de la inspiración llegaba desde su soledad esclarecida hasta nosotros, simples mortales.Hoy se que todos tenemos una historia que contar y que escuchar. Una historia escrita en nuestros cuerpos, en nuestros días y en nuestras almas.Para toda boca hay una oreja y viceversa. Nuestras vidas se nutren de estas vidas de tinta que anidan en el papel. Sin ellas nuestro mundo se reduce a un vulgar inventario de objetos que se miran y se tocan. Y si la soledad y el silencio son la levadura necesaria para nuestras invenciones, es en el compartir en donde cobran verdadera existencia. Como Pinocho.Y aquí otra vez el cuento empieza

jueves, 15 de mayo de 2008

Cautiva

Dicen que estoy agotada. Que tengo estrés laboral, que me vendrán bien unas vacaciones, un ambiente tranquilo, dejar de pensar tanto. Al menos eso dijo el psicólogo de la empresa, H. Paz. Habrá que remontarse a unos meses atrás cuando empezó todo esto. Estamos en 2001, tengo 24 años. Soy una precoz ejecutiva de cuentas de una multinacional de seguros cuya casa matriz se encuentra en Nueva York. Estudio Marketing, aspiro a muchas cosas, pero, en realidad espero más bien pocas. La principal: vacaciones para estar con Lucas y con mi perro. Escapar. Escapar delas doce horas de trabajo que nos permiten pagar la hipoteca. Escapar del celular y los conflictos entre sectores. Escapar de los reclamos de los clientes, pero también de sus súbitas e impertinentes muestras de afecto. Escapar. Ahora que lo pienso esa fue la señal primera. La palabra escapar me perseguía. Y cuando decía escapar, algo en mí ya hacía ruido. Al principio fue un ruido sordo y lejano, que me negué a escuchar. Era ruido de celdas, de rejas, eran los pasos que resonaban en el pasillo, en mitad de la noche. Entonces yo en mi cama sentía la contracción en la boca del estómago y sólo podía ovillarme y hacerme más pequeña, sin decírselo a nadie, sin despertar a mi pareja, porque, ahora lo sé: los carceleros te obligan a callarte la boca. A los pocos días ocurrió el primer llamado concreto. Era el día de la reunión con el Brasilero, el subdirector de la empresa. Estaba lindo, tomamos café, por momentos hasta nos reímos. Todo bien, salvo por algo que parecía flotar en el aire, pero que no se decía. Otra vez nuestro jefe de ventas hablaba de “personas” sin decir quienes eran, de “ciertos conflictos” sin aclarar cuáles eran. Y entonces venía el interrogatorio y los números y yo sin entender bien de qué se me acusaba. Si es que me acusaban, si es que era a mí o a otro o a otros a quienes acusaban. Porque de algo más se hablaba y yo no entendía de qué era. Y entonces allí estaba ella en la celda marrón sin entender de qué era, cuál era la acusación si de algo la acusaban. Allí estaba ella en mis palpitaciones, resistiendo a sus propias palpitaciones, a la presión de su sangre, al golpe brutal en la mandíbula, a sus propias lágrimas. Fue entonces, en medio de la reunión, que me sobrevino el vahído, el dolor en la nuca, el chillido ensordecedor tapando todas las voces. Cerré los ojos, la vi de repente. Se acurrucaba en el ángulo de la habitación cada vez más pequeña ella, al lado del tipo enorme de gruesos bigotes, de lentes oscuros, de gamulán de los años 70. Desde el otro cuarto venían los gritos, el chapoteo de una cabeza empujada hacia el agua, la música insoportable. Cuando abrí los ojos, ellos, mis compañeros de oficina, me rodeaban. Valdez tenía un vaso con agua, el jefe de ventas me sostenía la nuca y me hacía bajar la cabeza cada tanto, para irrigar el cerebro, según explicó despué####ónica sostenía un sobre de azúcar abierto del que había vaciado la mitad bajo mi lengua. El Brasilero se había retirado. Me paré a duras penas, les agradecí a todos y me dejé acompañar por Valdez que me sostenía por la cintura, mientras me daba un sermón afectuoso sobre mi deber de tranquilizarme, comer bien, no fumar tanto. Yo sentía el estómago revuelto y hubiera querido decirle de ella, de los centros de detención clandestina. Ella que no podía comer, ni tomar agua, ni ver la luz con esas vendas en los ojos. Hubiera querido pedirle que fuésemos a buscarla, que la rescatáramos, que aún estábamos a tiempo. Pero no pude porque a ella, es decir a mí, justo la habían silenciado de una bofetada. Hoy la sentí un poco mejor, pobrecita. Desde aquí, con la vista fija en la compu, llegué hasta ella. Me (Le?) sequé una lágrima, le pedí que resistiera, le prometí que algo se me iba a ocurrir pronto. Por momentos siento que está delgada, demacrada, que le duele. Lo siento cuando palpo mis propias costillas frente al espejo o se me escurre la ropa y se desliza hasta el suelo. Hoy me obligué a comer bien, a tomar algo caliente, me abrigué los pies, me di enérgicos masajes para desentumecerle los músculos, las extremidades duras a fuerza de cautiverio. Hay quienes dicen que estoy rara, que de un tiempo a esta parte, me volví rara. Que hablo, que pienso, que actúo raro. Hasta hay rumores de que me he sicotizado. Yo me pregunto qué es estar raro. Qué es más raro: festejar un Valentinés Day remoto, ajeno, impuesto como en mi oficina o sufrir este dolor de otro. De otra que bien podría ser cualquiera de ellos, pero que soy yo. Yo en otro cuerpo, mi cuerpo mismo en otro yo, mi yo en otro tiempo. Tiempo de desaparecidos, de torturas y de muerte. Es por eso que, mientras en la oficina repartían los regalitos del día de los enamorados, yo buscaba en internet un nombre que no conocía, pero que, tal como presentí, era mi propio nombre. Al tiempo me llegó la citación para presentarme ante el psicólogo de la empresa. Por esos días un brutal acto terrorista había derribado las Torres Gemelas de Nueva York y el mundo andaba consternado. Mucho más la empresa en donde yo trabajo, cuya central está radicada en esa ciudad, precisamente. Todos, absolutamente todos, habían participado de una campaña de solidarización redactando cartas de condolencia, repudio al terrorismo y apoyo para nuestros colegas neyorkinos. Todos menos yo, que no podía pensar en el norte cuando las voces me llegaban tan nítidas y dolorosas desde abajo, desde el sur, desde Trelew. El Licenciado Paz tomó mi legajo. Soltera, 24 años. En concubinato, sin hijos. Experta en ventas. Trayectoria corta, pero intachable. Evaluación médica y psicológica pre-ocupacional: óptima. Antecedentes policiales, legales, penales: cero. Sanciones laborales: no registra. Ausentismo por enfermedad: mínimo y justificado. Problemas personales, familiares o ambientales: no manifiestos a la fecha. Para mi sorpresa, el psicólogo abrió la charla desplegando ante mí su currículo. Me contó que se había graduado en el 78, épocas duras para la Argentina, dijo, y para ser psicólogo en Argentina. Habló de su pasado como músico aficionado, de su pelo largo de entonces, de su militancia de juventud. Yo, en mi asiento, sentía crecer en mí un miedo inexplicable, mientras escuchaba la perorata amistosa, sabiendo por dentro que ese hombre mentía, que me estaba acorralando. Que la tomaba ahora por el pelo, tirando su cabeza (que era la mía) para atrás, haciéndole sentir su aliento cerca de la boca, sus genitales entre las piernas, mis piernas. Me preguntó, entonces, si profesaba alguna ideología; más concretamente si era familiar de desaparecidos, aunque, creo, no utilizó esa palabra, sino otra como activistas, militantes, algo así, que para el caso, venía a ser lo mismo. Yo le dije la verdad, y es que de ese tema no tenía ni la más puta idea, que ni siquiera tenía edad para tenerla, que mi familia siempre había andado de lo más desentendida del mundo, que tampoco tenía opinión formada sobre nada. El sonrió y asintió en silencio. Prendió un cigarrillo, cosa que me extraño de sobremanera, siendo que en esta época casi en ningún lado se permite fumar. Mucho menos en mi trabajo que siempre son los primeros en embanderar las improntas norteamericanas .Y, en esta época, se trata de cazar fumadores como brujas, a diferencia de los 70, que fumar era tan bien visto. Se hizo un silencio. El tipo volvió a sonreir y a asentir con la cabeza, pero yo se que no me estaba creyendo. Ella me lo decía . A ella tampoco le creían cuando negaba a los gritos, ni cuando pedía por favor, ni cuando contestaba –no, señor- al hombre que ahora le hablaba con voz meliflua. Igual que Paz que ahora me hablaba de su conocimiento de mis virtudes como empleada, mi alta calificación, aptitud y dedicación profesional. Y yo sabía y ella también sabía que justo después vendría la piña en el estómago. Estrés laboral dictaminó el tipo. Me mandó a casa a descansar y después al médico. En casa, Lucas me atendió con un esmero conmovedor. Me dio bien de comer, igual que le daban a ella, después de días de hambruna. Después me obligó a bañarme y a emprolijarme igual que la obligaban a ella. El Doctor le sugirió a Lucas llevarme unos días de viaje. Uruguay, en avión, tal vez. El fue el que me inyectó un potente calmante antes de partir. Igual que a ella. Subí las escaleras del avión atontada, para emprender el vuelo. Fue de golpe que supe todo lo que iba a pasar y todo lo que vendría después. Entonces, antes de que cayera la abracé fuerte, le pedí perdón en nombre de todos y le juré que jamás, nunca, en ninguna parte, se la llevarían de arriba esos hijos de remil putas. Queda hecho el depósito que marca la ley 11723 sobre derchos de autor.

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