El primer día soleado
Aquel era el primer día soleado del otoño. Tras largas tardes de lluvias torrenciales, en las que Luisa tocaba el piano mientras yo bordaba junto al hogar, el sol asomaba nuevamente.
Despegué la cabeza de la almohada y miré la campiña. Ante mí, ante mis ojos, se extendía un majestuoso paisaje verde que invitaba a mis pies desnudos a correr hacia él.
Sabía que mamá se enojaría, pero ¿qué más daba? Bajar a los saltos la escalera, con el camisón blanco arrastrándose por toda la casa.
Manotear de pasada el piano arrancándole enloquecidos acordes. Alzar
a la majestuosa gata de angora, cargarla a upa , obligarla a salir y dar vueltas y más vueltas de vals, de calesita, de ronda.
¿Qué hacer con tanta vida? ¿Qué hacer cuando se tiene trece años y ganas de reír a carcajadas y el pasto verde que te llama a revolcarte?
Luisa, mi hermana mayor, bajó escandalizada. Con el pelo revuelto y los ojos soñolientos se paró en el marco de la puerta. Desde el parque le hice una reverencia, ensayé un paso de minué y le grité que viniera, que viniera que esto estaba bueno, que el día, el sol, el pasto…
Fue entonces que detrás de Luisa aparecieron los enfermeros, vinieron hacia mí con las jeringas y me doblegaron por la fuerza.
Queda hecho el depósito que marca la ley 11723 sobre derechos de autor.
Ana Kem
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