Chichilo era el linyera del barrio. Eran otras épocas aquellas en las cuales esta condición era casi un oficio.
Para empezar, no había tantos. Cada barrio tenía su atorrante amigo, altamente especializado. Y, aunque cuando recién llegaba fuera un poco temido y rechazado por las señoras, con el tiempo pasaba a formar parte del paisaje y hasta encarnaba un rol social invalorable. Algo así como un vigía sin armas, sin preparación alguna y, probablemente, sin mucha altura moral para ello, pero, definitivamente entrañable.
Chichilo se decía “ciruja matriculado” , pero no vago, aclaraba siempre. De tal suerte, en situaciones extremas, hasta por trabajar le daba: a veces ayudaba al verdulero a cargar unos cajones, hacía algún mandado, cortaba algún pastito.
Tenía a su favor el don de la caradurez simpática y, a veces. Hasta se bañaba.
Un día en que andaba merodeando por el barrio encontró con la basura un cajón con pájaros. No pájaros de verdad, no pájaros muertos ni dormidos que sería el único modo de tenerlos quietitos en un cajón, sino pájaros de madera.
Eran como doce de diferentes colores, razas y tamaños. Bastante destartalados, por cierto.
Al principio no supo bien qué hacer con ellos.
Pensó en venderlos, pero no hubo compradores.
Pensó en regalarlos, pero no hubo candidatos a semejante obsequio.
Finalmente pensó en ¡abandonarlos!
Así que volvió a la esquina en donde los había encontrado y los dejó.
Pero esa noche soñó que las avecitas lo llamaban.
-Chichí, Chichí- por las buenas primero.
-Chichí, Chichí, desalmado, traidor- piaban
-Chichí, Chichí, roñoso, mala gente, el mundo sabrá esto!
No le quedó otra que volver a buscarlos.
Anduvo varios días con el cajón a cuestas, hasta que se le ocurrió La idea.
El procedimiento era sencillo: subirse al cajón en una esquina cualquiera. Después venía la plática. Qué digo la plática: la declamación, el encendido discurso sobre pájaros; pájaros de todo tipo, color, raza y estirpe. Al final, el plato fuerte: los increíbles, asombrosos, los inefables pájaros de madera, la especie más rara del mundo.
La gente aplaudía emocionada, ovacionaba, se abrazaban a Chichilo.
Y ahí venía el mangazo. Pasar el platito, juntar los morlacos.
Yo creo que ni el Chichi se la esperaba, porque, hay que decirlo, nada mal le fue al tipo.
Duro al principio, como todo negocio. Pero con mínima inversión inicial, es decir, el cajón y los adefesios. Y sin ingresos brutos, ganancias, IVA, etc. etc.
La gran sorpresa fue cuando la cosa empezó a crecer.
Cada vez se iba juntando más gente.
Y más.
Y más.
El Chichi estaba chocho. Las pulgas de su cabeza se alborotaban de alegría y los piojos hacían ronda.
Pero ahora se le presentaba otro problema: en el amontonamiento, a la hora de recaudar, los de atrás se hacían los giles y se iban.
De tal suerte incorporó a Antonio, el borrachín del barrio que amenizaba el cobro con tangos de curda. Y así tuvo su primer socio.
De ahí a las sucursales en las distintas esquinas hubo sólo un paso.
Después vinieron las franquicias en otros barrios, otras localidades, otras provincias.
Hubo que ponerse a fabricar más pájaros, ya que, al principio fueron reemplazados con casi cualquier cosa: ositos de peluche, muñequitos de playmovil, flores de plástico.
Chichilo andaba de acá para allá todo el día repartido entre las presentaciones, la producción de pájaros y la administración de tan peculiar empresa.
Ya casi no tenía tiempo de ocuparse personalmente de nada y así decayó el servicio.
El barrio se había quedado sin el ciruja, su ciruja. La gente extrañaba a su atorrante amigo.
Chichilo cada vez merodeaba menos, hurgaba la basura menos, mangaba menos.
Cierto día llegó al barrio el hombre de los pájaros de goma.
Queda hecho el depósito que marca la ley 11723 sobre derechos de autor.
1 comentario:
me encanto, si hasta puedo sentir el olor al barrio y el del ciruja , tu impecable sentido del humor y del relato, interesante ver como se ointroduce al undo de los negpocios, bueno te dejo, tengo que leer el proximo.-
alba
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